Riesgos y oportunidades de la longevidad actual

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José Antonio Herce, miembro del Foro de Expertos del Instituto Santalucía, y socio fundador de LoRIS, aborda en un informe el desafío, pero también, las oportunidades, que supone para las personas y para el sistema de pensiones público el progresivo aumento de la esperanza de vida. Este es un resumen de las ideas vertidas.  

Es habitual confundir longevidad con esperanza de vida, pero no son lo mismo. La longevidad es capacidad de vivir más años que los referentes de cada sujeto del que se predica dicha capacidad, mientras que la esperanza de vida es el número de años (vida restante) que, estadísticamente, se espera que vivan sujetos de determinadas características a diferentes edades. Su cálculo puede hacerse respecto a una población entera o a determinados colectivos, por género, estado civil, edad puntual (de 0 a 100 o más años), nivel socioeconómico o educativo, etc.

Pero, por otra parte, una longevidad creciente implica necesariamente vidas más largas que se traducen en una mayor esperanza de vida. De forma que el uso indistinto de una u otra expresión para referirse a lo mismo está claramente justificado.

Evolución de la esperanza de vida

El hecho es que, hoy, las sociedades y los individuos son mucho más longevos que hace siglos. Pero ¿existe un límite absoluto a la duración de la vida humana? Convencionalmente se admite que tal límite existe y que es de 120 años. Hay muchos casos certificados de lo que se denominan “supercentenarios” (personas que han llegado a los 110 años. Los centenarios ya se cuentan por cientos de miles en cualquier país avanzado con cifras de población similares.

En España, tomando como base las Tablas de Mortalidad del Instituto Nacional de Estadística de los últimos 15 años, se comprueba que la esperanza de vida aumenta (promedio de todas las edades) en 3,8 horas cada día. Un espectacular 3,8/24. A los 0 años, el aumento es superior a 5 horas/día y todavía, pasados los 100 años, se produce un leve aumento de la esperanza de vida cada día.

De alguna manera, la hipótesis de que todos los individuos pueden llegar a cumplir 120 años con elevadísima probabilidad es algo realizable y se da por hecho.

Al final de este rápido viaje sobre el curso de la longevidad, mirando hacia el futuro, si fuéramos consultores diríamos que la creciente longevidad presenta riesgos y oportunidades y se da en un marco de debilidades o fortalezas que nos caracterizan a escala individual y como sociedad.

Riesgos de la longevidad

La gran noticia de que nuestra vida es cada vez más larga no está induciéndonos a adaptar nuestras instituciones educativas, laborales y previsionales (jubilación) a esta formidable fuerza. Junto a la demografía, hoy, la otra fuerza de ingente poder transformador es la revolución digital, a la que tampoco estamos adaptando los sistemas recién mencionados con la suficiente rapidez e inteligencia. De esta mezcla de falta de comprensión cabal de lo que pasa y resistencia personal, social e institucional al cambio, y no de las fuerzas demográficas o tecnológicas mismas, surge la extendidísima visión problemática que tenemos de la longevidad (y de la digitalización).

La secuencia “educación-mercado de trabajo-jubilación” es determinante. Abarca prácticamente todo el ciclo vital de un individuo representativo. La vida de este individuo tipo termina cada vez más tarde a medida que se suceden las cohortes y las generaciones. ¿Cómo actuaríamos si supiésemos con certidumbre que vamos a vivir bastante más que nuestros padres? Pues, para empezar, prolongaríamos nuestra etapa formativa para dotarnos de más capital humano; empezaríamos a trabajar más tarde; retrasaríamos la formación de un hogar y la llegada del primer hijo. También sabríamos que “enviudaríamos” a una edad mayor, así como que podríamos incurrir en una situación de dependencia, eventualmente muy severa. Pero a lo mejor no caíamos en que lo adecuado sería jubilarse más tarde o, en cualquier caso, hacer planes financieros y previsionalespara afrontar todos estos cambios.

El proceso anterior sucede no sin problemas, porque, en el plano institucional, llama la atención las modestas reformas que se llevan produciendo en los planos educativo (y formativo, para el empleo), laboral y de las pensiones o cuidados de larga duración. Lo que no facilita la vida de los ciudadanos. Como es natural, la opinión pública solo ve aspectos problemáticos cuando los ajustes necesarios no se hacen con la suficiente premura y/o entidad. Por la sencilla razón de que se saltan las costuras de la realidad cotidiana de cada uno. De ahí la percepción social de los riesgos de la longevidad.

Por otra parte, la natalidad en descenso, aun no teniendo nada que ver con la longevidad, puede crear un escenario de escasa renovación generacional en el que la falta de adaptación de las instituciones a la creciente longevidad, ya de por sí generadora de riesgos para la sociedad, acabe exacerbando estos riesgos por la menguante posibilidad de trasladar estos riesgos a las generaciones más jóvenes como se hacía en un pasado no tan lejano.

Negar el riesgo que, para una sociedad dinámica, representa el colapso de la natalidad es una grave irresponsabilidad. Pero también lo es llamar “suicidio demográfico” a la situación actual de baja natalidad. Cada vez más demógrafos y otros científicos sociales opinamos que la situación demográfica actual es la mejor que jamás ha vivido nuestra especie. El colapso de los nacimientos es tan improbable como la posibilidad de vivir eternamente o, más bien, ambos son equiprobables, y su probabilidad es cero. En un cierto sentido, el tiempo de vida de los niños que nacen de menos por la baja natalidad equivalen a los años de vida que ganamos cada década quienes poblamos el planeta. Una percepción holística del fenómeno demográfico es necesaria para discernir las oportunidades que brinda la longevidad y cómo materializarlas.

Porque, de verdad, ver la longevidad como un problema es mirar hacia el lado equivocado de una divisoria que separa la escasez de la abundancia.

Oportunidades de la longevidad

Si el término “abundancia” fuese el que caracteriza a la demografía actual, ¿qué es lo que estaríamos percibiendo mal? En los países avanzados no hay exceso de nacimientos, desde luego en el caso español. Y una demografía “vibrante” nunca se ha caracterizado por un estancamiento de la natalidad (dejemos la inmigración aparte). De hecho, muchos análisis actuales continúan comparando la demografía en sociedades en vías de desarrollo o emergentes con la de las sociedades avanzadas destacando el “bonus demográfico” que la abundancia de individuos jóvenes aporta a las primeras. Una población con amplias cohortes de edades jóvenes parece ser una bendición. Pues ni el exceso de cohortes jóvenes es un “bonus” ni el exceso de cohortes de edades avanzadas es un “malus”.

¿No les resulta paradójico observar cómo, en muchos países emergentes y en desarrollo, de los que se dice disfrutan de un amplio bonus demográfico, los jóvenes transitan por un sistema educativo muy precario hasta que desembocan en un mercado de trabajo que les rechaza masivamente? ¿No creen que esa no es la manera de aprovechar esa pretendida ventaja demográfica? Claro que es paradójico y llama la atención, cuando no escandaliza, el despilfarro enorme de potencial humano productivo que esa situación impone a las sociedades que lo sufren. El dividendo de una población joven no necesariamente se llega a cobrar porque muchos de los países en los que la población es relativamente joven carecen de estructuras y políticas para formar a sus jóvenes e integrarlos en su aparato productivo para el bien de todos, empezando por el de estas cohortes más jóvenes.

Sin ir más lejos, en España, encontramos regiones en las que todavía subsiste una cierta “ventaja demográfica”, con cohortes de población joven más abundantes que en las regiones envejecidas y en las que, sin embargo, se arrastran de manera secular tasas de paro juvenil desproporcionadas.

Casi lo mismo que con el desperdicio del recurso humano en sociedades jóvenes sucede con el exceso de cohortes de edades avanzadas que empieza a acumularse en las sociedades desarrolladas. Dada la calidad de vida con la que muchas personas superan ampliamente su edad de jubilación actual, en estas sociedades, es igualmente paradójico que no haya instituciones y políticas laborales cuidadosamente diseñadas de integrar más activa y productivamente a los trabajadores de edades avanzadas que deseen seguir formando parte de la fuerza de trabajo. Por el contrario, la cultura laboral, más concretamente en el caso español (tanto la de los empleadores como la de los empleados), y hasta la normativa reciente, siguen presionando al trabajador a jubilarse por completo, con el consiguiente despilfarro de experiencia, capital humano, rentas salariales e impuestos y cotizaciones y el no menos inmediato impacto en el gasto en pensiones.

Accede al documento completo, y profundiza sobre este análisis y descubre cuáles son las conclusiones a las que llega el autor.

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